por Arcelia Aviña
Nació entre el año 450 a.C. en Halimunte, en el seno de una familia noble y rica, propietaria de una mina de oro en Tracia. Sus padres descendían de estirpe real. Estudió con Anaxágoras y desde luego estuvo espuesto a todas las corrientes de pensamiento de la época dorada de Pericles.
Su entusiasmo por la historia comenzó de joven, cuando asistió a una lectura pública que hizo Herodóto de Halicarnaso, el padre de la Historia, fue con tanto deleite y entusiasmo que cuando escuchó los relatos lloró de la emoción.
Políticamente Tucídides favorecía el poder en manos de una oligarquía moderada, inteligente y honrada. Cuando en el año 424 a.C. en plena guerra del Peloponeso, fue elegido como estratega. Comenzó para él un periodo determinante para su actividad futura. Puesto al frente de una sección de la flota ateniense con orden de proteger la costa Tracia, los espartanos lograron tomar de manera sorpresiva la ciudad de Antípolis, posición muy importante de Atenas. De la pérdida se responsabilizó a Tucídides, que fue procesado por ello a muerte, acaso conmutada por el destierro.
Estuvo fuera de su patria durante 20 años, tiempo que aprovechó para moverse por Tracia, el Peloponeso, la magna Grecia, Macedonia, conociendo a los contendientes de aquellas guerras fraticidas. Esto le dio una visión panorámica que aprovechó para su obra histórica.
Murió a los 52 años (398 a.C.) por lo que su obra quedó inconclusa, pues terminó seis años después, siendo Jenofonte y otros más los que tomaron el relato donde él lo dejó, aunque la calidad suya ya no tenía nada que ver con la pasión que él había puesto. Había sido la obra de su vida, ya que supo que se trataba de uno de los periodos más importantes y decisivos de la historia griega.
Como político y militar, se ocupó de analizar el fenómeno del poder, del imperialismo en que se basa el hecho revolucionarios. Para él, la ambición del poder es asunto propia del hombre, motor de sus impulsos y en ese caso el poder asegura la supervivencia y la libertad.
Su historia sobre la guerra del Peloponeso narra el incremento del poder imperialista ateniense como resultado de un plan previo de expansión y a su vez de temor a que potencias rivales se lo arrebaten. No solo conoció los hechos, sino que documentó a fondo los motivos, escribe para que el lector saque conclusiones y también para que sirva a los políticos de reflexión y estudio.
En sus páginas no hay incidencia divina alguna, ni intervención sobrehumana; los dioses y los oráculos están lejos de ella. Hay hechos, no profecías ni presagios que condicionen la acción del hombre. Todo obedece a la concatenación de causas que provocan respuestas. Él ya había insinuado que la historia es un incesante volver a empezar, ya que el hombre no aprende aprisa de las lecciones que da el tiempo.
Suya es la famosa observación al respecto de los hombres: "No hay entre ellos gran diferencia, y si uno es superior a otro, eso se debe a que aprovechó mejor la enseñanza que da la experiencia". Tenía mejor opinión de la mujer que del hombre, ya que dijo que "la mujer es algo, mientras que el hombre no es nada".
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