por Liss González
El investigador Germán Andrade Labastida descubrió en 1942 que “Los Aztecas celebraban con toda pompa el nacimiento de Huitzilopochtli (“colibrí del sur” o “colibrí izquierdo”), y esta ceremonia era precisamente en la época de Navidad, por la noche y al día siguiente había fiesta en todas las casas, donde se obsequiaba a los invitados suculenta comida y unas estatuillas o ídolos pequeños hechos de maíz azul, tostado y molido, mezclado con miel negra de maguey”.
Efectivamente, cada año, en el primer día del Panquetzaliztli (decimoquinto mes del calendario náhuatl de 365 días), se realizaba un culto en honor al dios Huitzilopochtli, el Niño Sol, para solemnizar su nacimiento el 21 de diciembre. De acuerdo con Amaranta Leyva, “la ceremonia comenzaba con una carrera encabezada por un corredor muy veloz que cargaba en los brazos una figura de Huitzilopochtli hecha de amaranto y que llevaba en la cabeza una bandera (pantli) de color azul (texuhtli)”.
Iniciaba en la Huey Teocali (gran casa del sol) y llegaba hasta Tacubaya, Coyohacan (Coyoacán) y Huitzilopochco (Churubusco). Detrás de esta imagen corría una multitud que se había preparado con ayuno.
Durante el Solsticio de Invierno (21 de diciembre), el sol ya había recorrido la bóveda celeste y había muerto el 20 de diciembre. El Niño Sol se iba a Mictlán (Lugar de los Muertos) donde se transmutaba en forma de colibrí para regresar al origen.
Casualmente, el 24 de diciembre era el día en que el sol resurgía de Malinalco (hoy, cabecera del Estado de México), en medio de una serie de rituales y danzas.
Justo en esas fechas, ocurrían otros actos ceremoniales: los indígenas instalaban banderas o pantli de papel amare a todos los árboles frutales y plantas comestibles de la temporada. En el día de la fiesta se curaban todos los árboles y se les ofrendaba pulque (meoctli) y tortillas (tlaxcalli), como muestra de agradecimiento a lo cosechado durante el año.
Historiadores y especialistas en la cultura prehispánica de México, destacan que este culto resulta se una analogía con las posadas al momento de romper la piñata o la repartición de la colación. A partir de estas similitudes, los frailes agustinos se valieron para evangelizar fácilmente a los descendientes del Axtlán (lugar mítico de dónde venían). Fue así como honraron los actos religiosos para hacer posible que se reconociera, tan pronto, como la nueva religión.
En sus memoriales escritos en 1541, Fray Toribio de Motolinía narró que para las celebraciones navideñas, los indígenas adornaban las iglesias con flores y hierbas; esparcían juncia en el piso, hacían su entrada bailando y cantando y cada uno llevaba un ramo de flores en la mano.
En el siglo XVIII, las celebraciones tomaron más fuerza en los barrios y en las casas y la música religiosa fue sustituida por el canto popular, pero no dejaron de realizarse en los templos. Entre villancicos, piñatas y celebración, las posadas forman parte del espíritu ancestral de la cultura mexicana.
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