por Liss Gonzáles
El origen del Ave Fénix viene de los desiertos de Libia y Etiopía. Aun así, su nombre proviene del griego «phoinix» que significa rojo. Se le consideró un animal fabuloso, una especie de semidiós. Según la tradición, el Ave Fénix se consumía por acción del fuego cada 500 años y un Ave Fénix nueva y joven surgía de sus cenizas.
En todos los casos la representación es similar: una poderosa y fantástica ave con el aspecto de la reina de los cielos -el águila- aunque dotada de un plumaje del color del fuego con destellos celestes, púrpuras y oro. Más allá de las diferencias que encontramos entre las más variadas versiones del mito, todas éstas coinciden en que, cuando se siente morir, el ave Fénix acumula plantas aromáticas, incienso y cardamomo, y fabrica una especie de nido funerario. En él reposa y se deja consumir por su propio fuego interior, quedando reducido a cenizas; y renaciendo de ellas.
Detengámonos unos instantes a meditar en torno al simbolismo del ave Fénix:
¿Por qué el Fénix es un ave alada semejante al águila? Porque hace referencia a la ascensión, al vuelo, a la elevación de nuestra naturaleza. El Fénix nos habla de nuestro intento de aproximarnos a lo excelso, a lo más alto, a lo que el águila puede contemplar directamente y que, al mismo tiempo, se refleja en el plumaje de nuestro protagonista: el Sol, símbolo de la Divinidad.
Tenemos una tendencia natural hacia la Fuente de la que surgimos, hacia las cristalinas aguas de Vida que recibimos de lo alto de las montañas y por eso nuestra vida es tránsito, viaje, movimiento, camino, peregrinar hacia las cimas, Elevarnos, volar. Movimiento que se hace patente en su forma de pájaro, dotado de unas poderosas alas.
Pero ese tránsito, ese viaje, ese vuelo, no es lineal; tiene altibajos. Es una experiencia que todos tenemos. Es la dualidad propia de la creación, el dinamismo propio de la existencia. Y, como arquetípico símbolo, el Fénix nos habla de la conciliación de los opuestos, de la superación de las apariencias, de levantar la vista más allá de esta vida y de esta muerte para percibir el ciclo de la Vida, que es una constante transformación en medio de lo Inmutable.
El secreto –y su enseñanza- se encuentra en que el Fénix prevé su muerte y la prepara, adecuando un nido perfumado, un sagrado altar. En el ocaso de su vida, el Fénix no se contenta con dejar apagar los latidos de su corazón… toma la iniciativa y permite que el fuego purificador acabe con su vida actual, pero reservando su esencia para una nueva existencia. Lo pierde todo para ganar la Vida. Como en una alquimia vital, se somete al calor –tras prepararse- sabiendo que la transformación supondrá a un tiempo desaparición y permanencia, muerte y resurrección, a transformar el fin en un nuevo comienzo. El Fénix nos da la clave del futuro: la esperanza. Porque, como esta ave mitológica, también nosotros debemos tomar consciencia de que somos únicos y disponemos en nuestro interior de una fuerza que nos permite morir a lo accesorio para renacer a las nuevas circunstancias de un modo milagroso y nuevo. Puede que tengamos que morir a lo que hemos sido, para volver a ser nosotros en un entorno nuevo y dinámico. Cambiaremos el plumaje, pero seguiremos siendo quienes somos... si nos preparamos para ello.
El fracaso es una pequeña muerte, un anticipo del auténtico morir. En nuestras manos está que sea el fin, la aniquilación, o una puerta hacia una nueva existencia, mejor y más evolucionada. No resulta casual que se relacione al Ave Fénix con el gusano de seda o con Jesucristo… Muerte y resurrección, un fallecer que no es un fin sino un nuevo comienzo… Sin renunciar al que se es, dando a luz una y otra vez al que se oculta en lo más profundo de nosotros mismos… Aunque, en ocasiones, ni nosotros mismos seamos conscientes de ello.
Mira al Ave Fénix, contémplate en su imagen… Porque habla de ti, y de mí. Siempre hay esperanza… El fracaso y la muerte son la puerta a un nuevo amanecer.
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